miércoles, 1 de julio de 2015

¿Qué es Adorar?

Adorar es el acto de reconocer la grandeza de nuestro Señor del pacto. En la Escritura, hay dos grupos de términos hebreos y griegos que se traducen como “adorar.” El primer grupo se refiere a una “labor” o “servicio.” En el contexto de la adoración estos términos se refieren principalmente al servicio a Dios llevado a cabo por los sacerdotes en el tabernáculo o en el templo durante el período del Antiguo Testamento. El segundo grupo de términos significa literalmente “arrodillarse” o “doblar la rodilla,” es decir, “dar homenaje, honrar a alguien más.”
Del primer grupo de términos podemos concluir que la adoración es algo activo. Es algo que hacemos, es un verbo. Aun en este punto tan prematuro de nuestro estudio podemos notar que la adoración es algo muy diferente al entretenimiento. En la adoración no debemos ser pasivos, sino participativos.

Del segundo grupo de términos podemos aprender que la adorar es honrar a alguien superior a nosotros mismos. Por lo tanto, no se trata de agradar a nosotros sino de agradar a alguien más. Inmediatamente se pone en perspectiva la pregunta “¿Cómo podemos mejorar la adoración?”; no será “mejor” principalmente para nosotros, sino “mejor” para Aquel a quien deseamos honrar. Puede ser que la adoración que sea mejor para él sea también mejor para nosotros. Pero nuestra preocupación principal debe ser agradarle; cualquier beneficio para nosotros será secundario. Así que adorar es presentar un servicio para honrar a alguien distinto a nosotros.

La escritura utiliza todos estos términos para hacer referencia a las relaciones entre los seres humanos. Debemos servirnos los unos a los otros, y debemos honrar a los demás. Pero hay un sentido especial en el que sólo Dios es digno de adoración. El primero de los Diez Mandamientos dice, “No tendrás otros dioses delante de mí” (Ex. 20:3). A Dios, quien es llamado Jehová (“Señor”) en el Decálogo, le es dado un honor único, uno que no debe ser compartido con alguien más. El quinto mandamiento, “Honra a tu padre y a tu madre,” deja claro que los seres humanos también merecen honor. Pero ese honor no debe competir con el honor que le debemos al Señor mismo.

Los Diez Mandamientos son la constitución escrita de una relación de pacto entre Dios e Israel. Ese pacto es una relación entre un gran rey (el Señor) y un pueblo que toma para sí. Como el Señor del pacto, Dios declara que Israel es su pueblo y Él es su Dios. Como su Dios, les habla con autoridad suprema y por lo tanto gobierna cada aspecto de sus vidas. Su responsabilidad principal es honrarle por encima de cualquier otro ser. No debe estar en competencia la lealtad y los afectos de Israel: “Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor uno es. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza.” (Deut. 6:4-5).

Jesús refuerza esta enseñanza: “Nadie puede servir a dos señores”(Mat. 6:24). No sólo se nos prohibe adorar a Baal o a Júpiter, sino tampoco debemos adorar al dinero. Dios reclama el señoría sobre cada área de nuestras vidas. Como el apóstol Pablo dice, “Entonces, ya sea que comáis, que bebáis, o que hagáis cualquiera otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios.“ (1 Cor. 10:31).

Una de las cosas más sorprendentes acerca de Jesús es que el demanda para sí mismo el mismo tipo de lealtad exclusiva que la que demandó Dios de Israel. Jesús apeló al quinto mandamiento en contra de los Fariseos y escribas que dedicaba a Dios lo que debía usarse para sostener a sus padres (Mat. 15:1-9). Pero Jesús también enseñó que la lealtad hacia él trasciende la lealtad a los padres (Mat.10:34-39). ¿Quién es Jesús para que pueda demandar tal servicio y homenaje? Sólo la lealtad a Dios trasciende la lealtad a los padres en el orden del pacto de Dios, y de esta manera, Jesús está haciendo una clara declaración de su divinidad. Como Jehová en el Antiguo Testamento, Jesús se presenta como el Señor del pacto, aquel a quien debemos toda nuestra lealtad (ver Mat. 7:21-29; Juan 14:6).

Al adorar hacemos cosas comunes, cosas que a menudo hacemos por los demás. La alabanza, por ejemplo, es o debe ser una parte de nuestra vida cotidiana. Los padres alaban a sus hijos por sus logros importantes y buen carácter. Los patrones alaban a sus empleados y viceversa, lo cual crea una buena atmósfera en el trabajo. Y Dios nos llama a alabarle en la adoración. Pero esa alabanza está a un nivel bastante diferente. Alabar a Dios es reconocerle como incondicionalmente superior a nosotros en todo aspecto, como aquel cuya grandeza está más allá de nuestro pobre poder de expresión. El es el objeto supremo de la alabanza.

Al adorar, expresamos nuestros afectos, gozo y tristeza. Confesamos nuestras faltas; hacemos peticiones; damos gracias; escuchamos mandatos, promesas y exhortaciones; damos regalos; recibimos limpieza (bautismo) y comemos y bebemos (la Cena del Señor). Estas cosas las hacemos todo el tiempo en nuestras relaciones normales con otras personas. Pero cuando las hacemos en la adoración, hay algo especial: las hacemos para el Señor, el Altísimo, el Creador y Rey de los cielos y la tierra; y las hacemos en Jesús nuestro salvador. En la adoración, estas acciones comunes se vuelven únicas, misteriosas, y transformadoras debido a Aquel a quien adoramos. Estas acciones vienen a ser el servicio sacerdotal por el cual reconocemos la grandeza de nuestro Señor del pacto.

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